Exégesis de la Introducción III: 1988 y El Otoño perpetuo.

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      Muchos estudios sobre la Alquimia señalan que el proceso alquímico puede comenzar bajo el signo de  Capricornio, pero lo más habitual, es que los alquimistas elijan comenzar bajo el signo de Aries, vinculado al Arcano nº 4 del Sagrado Tarot, El Emperador.

      Los textos alquímicos europeos establecen el inicio del trabajo alquímico en Aries porque corresponde con la primavera en el hemisferio norte, estación donde renace la vida. Este impulso de vida es el que se necesita para favorecer el avance del trabajo en sus primeras etapas. El Descifrante es una historia ambientada en Buenos Aires, ciudad situada en el hemisferio sur. En este hemisferio, el signo de Aries está asociado al otoño, por eso el autor eligió “El otoño perpetuo” para significar la fijación en este punto inicial. Por otra parte, el otoño parece asociado a la melancolía y al planeta Saturno, elementos que se revelarán en los capítulos siguientes como muy  significativos para el personaje.

        Una primera cuestión que se suscita en el lector es por qué la elección de 1988 como el año en que aparentemente se detiene el tiempo (no es exacto, ya que los días y las noches se suceden con normalidad. Sin embargo, al parecer se ha detenido la traslación alrededor del Sol). Alguno podría suponer que ese año tiene alguna relación especial con el autor. No es este el caso. Tal como se explicó en un post anterior, la novela pretende emular el estilo de los escritos verdaderos de Alquimia. Como sabemos, siempre hay una mención especial a Dios, a veces  en primer lugar, como quien otorga la gracia del descubrimiento y la posibilidad de efectuar la Gran Obra.

      Si sumamos los números que conforman 1988, 1+9+8+8, obtenemos 26. En Cábala hebrea, este número corresponde, por guematria, al TETRAGRAMMATON, el más sagrado nombre de Dios: IOD HEI VAU HEI, ya que la suma de cada letra hebrea (la IOD tiene valor 10, la HEI valor 5 y la VAU valor 6) da como resultado 26. Por tanto, el año 1988 y su presencia constante e inalterable, es un símbolo de la Deidad.

       En otras palabras, todo se detiene bajo “los ojos de Dios”, porque la Deidad está prestando atención a un ser humano que “despierta”.

Fr. Ruben Kreutzer

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